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July Baltazar, esposa de Ángel Colón, encarcelado en México / Saúl Ruiz |
Cuando July Baltazar despidió a Ángel en un punto fronterizo entre Honduras
y Guatemala supo que el viaje de su pareja hasta Houston sería difícil.
Entre ambos puntos se extiende México, un inhóspito cruce que pone a
prueba a los miles de migrantes que transitan de Centroamérica hacia el
norte. Ni siquiera en sus peores pesadillas July podría haber anticipado
lo que iba a suceder al padre de sus dos hijos, que había abandonado su
casa en Plaplaya para ayudar a pagar el tratamiento de su primogénito,
aquejado por un cáncer.
Han pasado cinco años y medio de aquella despedida y Ángel no ha
llegado a su destino. Se encuentra en una prisión federal acusado de
delincuencia organizada y otros delitos. Amnistía Internacional lo declaró este martes preso de conciencia y junto a la reputada ONG Centro Prodh ha exigido que sea liberado.
“Este caso condensa los distintos niveles de indefensión de los migrantes en México”, explica Mario Patrón, director del Centro Prodh.
“Que en julio de 2014, a cinco años de su detención, no se haya cerrado
la etapa de instrucción refleja la ausencia del debido proceso. Ángel
nunca tuvo una defensa adecuada”, agrega.
Ángel Colón es garífuna, una población con presencia en la costa
atlántica de Centroamérica que surgió en el siglo XVII de la mezcla de
indígenas y negros originarios del Congo que habían sido esclavos en
plantaciones bananeras del Caribe. En Honduras, había trabajado para
reducir el contagio de VIH en esta comunidad. También presidió la Organización Fraternal Negra Hondureña,
que defiende la cultura y el territorio garífuna. Cuando dejó el cargo
comenzó a hacer trabajos de electricidad, pero eso no fue suficiente
para pagar las facturas médicas de Ángel Elvir, su hijo de siete años.
Para llevar a cabo el periplo, comenzado en enero de 2009, Ángel tuvo
que echar mano de sus ahorros y solicitar algunos préstamos. Un coyote,
un traficante de personas, le había solicitado 5.000 dólares para
cruzarlo a Estados Unidos. Una vez allí iría a buscar a su hermano
Doroteo, que estaba en Nueva York. El coyote lo abandonó poco después de
haber entrado a México. Ángel pagó a un conductor de un tráiler para
que lo llevara a la capital. Hizo un viaje de 34 horas en la caja
refrigerada del camión junto a 119 personas.
July tenía noticias de él por llamadas telefónicas que tenían la
duración de un suspiro. Eran muestras de vida, de que avanzaba a través
del territorio mexicano, que encierra tantos peligros. Ángel tardó dos
meses en llegar a Tijuana, la ciudad fronteriza. En marzo se hizo el
silencio.
Un coyote, apodado El Ruso, prometió ponerlo en tierra
estadounidense. Lo llevó a una casa, donde lo aislaron y lo amenazaron.
Al cuarto día de estar recluido, Ángel escuchó disparos y golpes
violentos. Eran los años más violentos de la guerra que emprendió el expresidente Felipe Calderón
contra el narcotráfico. Tijuana vivía a sangre y plomo. Asustado, el
migrante hondureño trató de huir. La policía lo detuvo a él y a otras
diez personas –cuatro ya han sido liberadas-, acusándolos de
delincuencia organizada y de tener armas y drogas en la casa. “Después
de su detención el Estado Mexicano no da el aviso consular, que es un
derecho básico. Es una violación al debido proceso”, señala Patrón.
Al día siguiente de su detención, Ángel fue interrogado por policías.
Él mismo describe su experiencia en su declaración: “Me llevaron a un
baño donde vi mucha sangre sobre el piso, me hicieron sentar sobre el
suelo, cubriéndome la cabeza con una bolsa doble, me sacudí y alcancé a
hablar y les dije que eso no era necesario, que había ingresado al país
por la frontera con Guatemala”.
Después, fue trasladado a un cuartel militar. Los abusos continuaban.
“Gente que no conozco fue torturada [lo sé] por los llantos y gritos y
el zumbar de los golpes que recibían… Para evitar la macaneada que
pretendían darme comencé a realizar las peticiones que me pedían: me
pusieron a limpiar los zapatos de otros detenidos con mi saliva, dar mi
vestimenta a otros, realizar posturas militares que no sabía. Me
insultaban. Me convirtieron en el payaso que divierte a su público”,
asegura.
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Ángel, de gorra, trabajó como promotor de Marie Stopes International, dedicada a la promoción de la salud reproductiva y materna / Centro Prodh |
“Inexplicablemente, es ahí donde rinde su declaración ministerial. Le
construyen la declaración”, señala Luis Tapia, uno de sus abogados
defensores. “Hasta el momento, no existen pruebas que vinculen a Ángel
con las armas, las drogas, ni que demuestren que cometió un delito”,
señala Denise González, del Centro Prodh.
Ángel llegó a la cárcel en mayo de 2009 después de haber sido
arraigado por 77 días. Fue enviado a una prisión de mediana seguridad en
Nayarit, un Estado en la costa del Pacífico mexicano.
En su casa en Honduras, en el departamento de Gracias a Dios, July
supo de su esposo hasta el mes de septiembre, nueve meses después de
haberle dicho adiós. Recuerda con precisión el día, el 30, porque el
papel llegó “cuatro días después de la muerte de mi hijo”. Ángel Elvir
falleció a los siete años mientras su padre aguardaba un juicio en
México por un delito que no cometió. Las tragedias no llegan solas, pero
la carta dejó un sabor agridulce en July. “En parte sentí alivio porque
yo pensaba que había muerto, pero la noticia no era buena”, señala.
July ha salido por primera vez de Honduras para venir a México y
pedir al Gobierno de Enrique Peña Nieto que libere a su esposo. “No hay
nada que lo incrimine a él para que siga donde está”, señala. El
expediente judicial de Ángel se encuentra empantanado en el aparato
judicial mexicano. Así se encuentra también la investigación por tortura
que solicitó la relatoría especial de la ONU a las autoridades, que
exige saber qué sucedió los días en los que Ángel estuvo indebidamente
en un cuartel militar.
La familia está esperanzada en que la verdad salga a relucir en el
proceso de Ángel Amílcar, cuyos únicos delitos son ser hondureño, negro y
migrante en México.
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